La democracia paritaria exige una transformación estructural, ya que la redistribución del poder no se agota en la ocupación de espacios. No se trata únicamente de su presencia, sino de la subversión de los pactos históricos que han cimentado la exclusión y subordinación de la mitad de la humanidad. La configuración del constitucionalismo liberal se erigió sobre un contrato social y sexual que, lejos de ser neutral, estableció la ciudadanía sobre un principio de exclusión, relegando a las mujeres a la esfera privada y despojándolas de capacidad política efectiva. El Estado social intentó mitigar las desigualdades estructurales, pero sin alterar los cimientos patriarcales que rigen las relaciones de poder.
La igualdad, lejos de ser un concepto monolítico, debe articularse en una visión interdependiente que reconozca la complejidad de los sujetos políticos en el siglo XXI. Por otro lado, la intersección entre patriarcado y capitalismo ha instrumentalizado la igualdad dentro de un modelo neoliberal que mercantiliza los derechos y reproduce privilegios. Sin una reconfiguración radical del orden jurídico, económico y político, la democracia se perpetúa como un simulacro excluyente. La erradicación de la violencia política, el liderazgo disruptivo y la deconstrucción son condiciones ineludibles para la consolidación de una ciudadanía plena