El proceso contencioso-administrativo moderno, que arranca con la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, se caracterizó por una importante expansión del sector público, que se mantuvo con las adaptaciones pertinentes (efectuadas especialmente respecto del nuevo marco constitucional de 1978) en la LJCA de 1998, la cual destacó por la transformación de la tutela jurisdiccional basada en la revisión de los actos administrativos a otra más de carácter prestacional.
Sin embargo, las numerosas reformas, en sus 25 años de existencia, de la Ley 29/1998 han ido dando pasos hacia el retorno de la primacía de la autonomía de la voluntad privada, que se expresa finalmente en el despliegue de los medios alternativos de resolución de conflictos (MASC); consecuencia de las políticas de privatización y desregulación que rompen con el paradigma que alumbró nuestro proceso contencioso-administrativo.
Así, en la actualidad, puede observarse cómo la jurisdicción contencioso-administrativa arrastra notorios déficits de oralidad y una llamativa falta de adecuación a la LEC, sobre todo en materia de prueba. A lo que se añade una proliferación de procedimientos especiales que desvirtúan el proceso, tal y como lo conocíamos hasta el momento.