En nuestro ordenamiento constitucional la participación política se configura a partir de un sistema de relaciones equilibradas con el concepto de control del ejercicio del poder. Se trata de que quienes han sido democráticamente elegidos se encuentren sometidos a diferentes y eficaces controles que impidan el abuso de poder y garanticen en todo momento la plena vigencia de los derechos fundamentales.
La participación pierde todo su sentido cuando el sistema constitucional no es capaz de garantizar el control de la actividad de los candidatos electos, entendidos como titulares ocasionales del poder, a lo largo de la legislatura para la que han sido nombrados. De esta manera, aunque se celebren elecciones, si no existe después un control del ejercicio del poder para que se ajuste a las exigencias y garantías previstas en la Constitución no puede afirmarse con propiedad que nos encontremos ante una forma de Estado que quepa calificar como democrática.
Si bien es cierto que sin participación no hay democracia, no es menos cierto que la participación política no resulta por sí misma suficiente para asegurar la vigencia de esta forma de Estado cuando no se encuentra acompañada por un conjunto de controles que garanticen el pleno respeto a la Constitución por parte de quienes han accedido al ejercicio del poder a través de unas elecciones libres.