La mediación extrajudicial, que puede tener lugar por la sola voluntad de quienes se acercan a ella o venir forzada por medidas establecidas en normas procesales (por ejemplo, imponiéndola como condición necesaria para poder demandar, o condenando en costas a quien no la haya procurado o, habiéndolo hecho, haya rechazado una propuesta posteriormente acordada en sentencia), es considerada por nuestro legislador como un mecanismo idóneo para desjudicializar determinados conflictos y para paliar el problema de la grave saturación de asuntos que soportan nuestros tribunales. Y quizá pueda serlo, pero, desde luego, no es ese su principal propósito. Su primer objetivo es que los sujetos jurídicos puedan gestionar por sí mismos, cuando menos, algunos aspectos de las diferencias que les separen, dar una oportunidad a la avenencia o solución dialogada de las disputas, o, si se prefiere, a la amigable composición de las controversias, se consiga o no algún resultado.