En 1561, el inquisidor general Fernando Valdés estableció una serie de nuevas instrucciones a partir de las cuales toda persona sometida a un proceso de fe debía declarar en su primera audiencia lo que se denominaba el discurso de su vida. Bajo esta expresión se conocía en la época algo similar a lo que hoy llamaríamos , que había que deponer oralmente y quedaba consignada por escrito por el notario inquisitorial que asistía la audiencia. Desde entonces, la práctica perduró en el tiempo hasta el final de la institución, en el siglo XIX. Esto nos ha dejado una documentación única porque, entre otros motivos, no se conoce ningún órgano judicial en toda Europa que llevara a cabo algo similar. Gracias a ello, disponemos de cientos, e incluso miles, de las historias de vida de estos acusados y acusadas, en su mayoría gente corriente, contadas por ellos mismos a partir de un momento dado, a mediados del siglo XVI, en el que, además, parece surgir un interés inédito por lo autobiográfico. Pese al innegable potencial que encierra esta fuente para el conocimiento de temas tan atractivos como la subjetividad o la Inquisición en la época moderna, no son muchos los estudios que se han dedicado a analizar su dimensión autorreferencial.