Todo el mundo habla de la sociedad anónima, pero, en palabras de Mark Twain, nadie hace nada al respecto. Y hay para esto razones bastante buenas. En primer lugar, el producto inevitable de una sociedad industrialista, sea que dicha sociedad siga una línea de evolución capitalista o socialista, es algo muy parecido a la moderna sociedad anónima. A los hombres de leyes les agrada describirla como criatura de la ley, pero éste, principalmente, sólo constituye un recurso para facilitar y registrar lo que es obvio e inevitable. Dadas la necesidad, tecnológicamente determinada, de un gran acopio de capital, las exigencias administrativas que se derivan del problema de dirigir y canalizar los esfuerzos de un grupo numeroso de personas, y el margen de discrecionalidad requerida para la realización efectiva de la función organizadora, la empresa en forma de sociedad anónima, o un facsímil razonable de ésta, constituye la única respuesta. En segundo lugar, la sociedad anónima es en tan alto grado nuestra institución económica de mayor importancia, y se ha incorporado en tal forma en nuestra cultura, en el campo que le es propio, que sugerir un cambio radical en los objetivos o el carácter de su actividad empresarial equivale a sugerir una modificación radical de la estructura de la sociedad.