Una tragedia es una desgracia, una catástrofe, cuyos antecedentes resultan imprevisibles y cuyas consecuencia son por completo irreversibles. Una novela o una obra de teatro con final feliz son obras de arte frustrante para las expectativas de un mundo contemporáneo y posmoderno. Sólo el cine tolera finales felices: desde la caída del Antiguo Régimen, la literatura los repudia. La literatura no quiere «acabar bien». Porque la felicidad no es significativa de nada en absoluto. La dicha no tiene valor semántico, ni mucho menos estético. No en vano la democracia es, en el arte, el triunfo de la desdicha, el fracaso y la tragedia nihilista. En la posmodernidad, la política es mucho más idealista que la literatura. De hecho, la presunta literatura idealista no es ni siquiera literatura, sino propaganda política o un mercantil panfleto ideológico. La posmodernidad misma es glorificación comercial de los más mediocres contenidos políticos.